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Por: Roberto Barco

“Nomás se meten a darse chingadazos”, dicen los que no han sentido la adrenalina a tope cuando entras al Slam. Cuando sin pensar entras a ese remolino de golpes, gritos y risas.

Los sentidos se agudizan, la piel se eriza, mueves los brazos para protegerte y al mismo tiempo, abrirte paso entre los golpes y patadas, justo como si fuera la vida real, pero aquí por lo menos sabes de donde vienen los chingadazos y los regresas, esa es la terapia.

A mitad del Slam, cuando ya estás cansado, cuando la sangre sale de la nariz o de los rasguños que te hacen los estoperoles de algún cabrón que se metió con su chamarra llena de picos, en ese momento explota la rola y la euforia atiza el torbellino, corres más rápido de la estampida que te quiere devorar y escupir después de tres minutos de música.

Pero antes de acabar, caes al piso y empiezas a sentir los pisotones, entra la desesperación de quererte parar, estás aturdido y te buscas aferrar de algo para ponerte de pie, te quieres rendir… de pronto, un chingo de manos te empiezan a levantar sólo escuchas “órale, cabrón”, párese, culero”, “vas, güey”. Esos extraños que en tu vida te han topado, que no saben lo podrido que estás por dentro, te ayudaron y te animaron a seguir corriendo, a seguir luchando, a seguir abriéndote paso en un mar de golpes y patadas.

Termina la rola y gritas, toda la rabia acumulada, toda la ira que has tenido guardada durante toda la semana empieza a disiparse. Miras al escenario y aplaudes a la banda, agradeces su música, estás cansado pero no dejas de sonreír y esta vez no es la sonrisa fingida que tienes que darle al mundo por amabilidad, esta vez es sincera, esta vez es de felicidad.

Por eso nunca va a entender por qué me encanta entrar al Slam.

1 comentario en "El Slam, una danza de vida"

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